…” Mi padre decía que, como no teníamos pueblo, tendríamos que adoptar uno o, mejor, teníamos que conseguir que un pueblo nos adoptara. Entonces yo no entendía muy bien lo segundo. Un día, mis padres nos animaron a salir a buscarlo. Sería un lugar donde poder pasar los fines de semana y las vacaciones de colegio; una casa en un pueblo, o a sus afueras, en el campo, no muy lejos de la ciudad. Cuando yo tenía vuestra edad, mucha gente que vivía en la ciudad también tenía familia o casa en algún pueblo y, desafortunadamente, ese no era nuestro caso.
…
… Sería durante el mes de marzo, cuando a mi padre le hablaron de una casa en venta en la montaña del Cabeçó d´Or. Un amigo suyo insistía en que teníamos que verla. Concertó una cita con el dueño, y una mañana nos esperó en Busot. Nosotros llegamos antes, mi madre quería dar una vuelta por el pueblo y comprar el pan allí. A mi madre le gustaba comprar siempre el pan y beber el agua de las fuentes de los pueblos que visitábamos. Serían las diez de la mañana de un sábado, cuando el olor a pan de horno de leña, recién hecho, nos llevó, casi sin darnos cuenta, hasta El Collaet, que estaba en la cima de una larga calle empinada. Allí conocimos al dueño y a su madre que salieron a atendernos con el pelo blanco. En aquel momento pensé que era por la harina, porque en el obrador, por encima de la masa del pan, volaba una nube blanca. Más tarde comprobé que tenían el pelo blanco por las canas, aunque tal vez por eso disimulaban la harina. Hablaron en valenciano con mis padres durante un buen rato y mis hermanos y yo nos deleitábamos admirando el surtido de pan, magdalenas de almendra, coca de mollitas, rosquillas de anís, rollitos morenitos, sequillos… Con el fresquito que hacía en la calle, el Collaet era un refugio calentito, fue como entrar en una casa conocida, un lugar amable. De camino hacia el coche, cerca del horno, en la calle San Antón, había una fuente. Mi abuela materna se llamaba Tonica, mi padre Antonio, mi madre Antonia, y mi hermano mayor Antonio David. El chorro era demasiado alto para nosotros y, casi como siguiendo un ritual, bebimos todos el agua de la palma de la mano de nuestra madre, mientras nos mostraba cómo debíamos poner las manos para poder beber de las nuestras. El agua estaba muy fría y estoy segura que no fui sólo yo, pero todos supimos que ese agua, esa liturgia materna, nos bendijo, aunque entonces, aún no sabíamos que lo había hecho uniéndonos a esas tierras por el resto de nuestras vidas.”
(Fragmentos)
Autora Emilia García Serna.
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